Español: Subiendo las escaleras del museo, llegando al tercer piso me encontré con una ventana reforzada con unos gruesos e imponentes hierros que cambiaban el paisaje por completo.

Hace más de un siglo, un recluso del Panóptico observaba el mundo a través de las mismas rejas que ahora toco. Para él, esas gruesas barras de hierro no solo separaban el interior de la prisión del exterior, sino también su pasado libre de su presente confinado. Cada amanecer, cuando los primeros rayos del sol se colaban por las ventanas, sus manos buscaban el frío metal, tal vez buscando una conexión con el mundo que había dejado atrás.

Para él, esas rejas eran una constante, un recordatorio de su realidad y del precio de la libertad perdida. Las tocaba, intentando encontrar en su firmeza un sentido de estabilidad o quizás un rastro de esperanza.

De pie en el mismo lugar, toco esas mismas rejas y siento el eco de sus emociones. El deseo de libertad, el anhelo, la resignación. Aunque el Panóptico ya no retiene a prisioneros, las historias y sentimientos que impregnaron sus paredes siguen vivos. Al tocar este metal, no solo conecto con la historia del edificio, siento el peso del pasado, el deseo palpable de libertad, y las marcas invisibles de las manos que pasaron por este lugar.